3º FORO MUNDIAL DE JUECES

Buenos Aires (30-31/8 - 1/9/2004)



El papel del juez en la defensa y la promoción de los derechos humanos.

por Franco Ippólito[1]
(Magistratura Democratica – Italia)



En 1960 el 20% de la población mundial que vivía el los países más ricos tenía una renta 30 veces superior a lo del 20% más pobre. En el 1995 la renta era 82 veces mayor.[2] La quinta parte más rica de la población dispone del 80% los recursos, mientras que la quinta parte más pobre dispone solo del 0,5%. En el mundo, más o menos, 3 mil millones de personas viven con 2 dólares al día. Los ¾ de la población mundial para recoger un poco de agua, a menudo contaminada, tiene que trabajar y caminar mucho, mientras que los habitantes del Norte América y de Europa desperdician el agua en su jardín.

Para garantizar a toda la población del mundo el acceso a los bienes primarios (comida, agua potable, salud, instrucción), sería bastante sacar de las 225 más grandes patrimonios económicos el 4% de la riqueza acumulada (fuente Naciones Unidas). Estiman que estos patrimonios constituye un total 1.000.000 de millones de euro, es decir el equivalente de la renta anual del 47% de las personas más pobres del mundo.[3]

Otro mundo es posible! afirma el Forum Social Mundial de Porto Alegre. ¿Es verdad para nosotros también? ¿Cómo y cuanto sería diverso un mundo en el cual serian efectivos los derechos proclamados por la Declaración universal del 1948 y por los Pactos del 1966, por las varias Convenciones internacionales y por las Constituciones nacionales? ¿Y que podemos hacer nosotros, juristas y jueces, para contribuir a la realización de un mundo distinto?

Nada o muy poco, contestan el jurista y el juez tradicional: la transformación y el cambio corresponden a la política y a la legislación, no a la jurisdicción y al juez; al juez corresponde sólo la aplicación de la ley.

Lo mismo nos contestaron ayer los jóvenes que participaban a la manifestación en plaza de Mayo: el juez y la magistratura -ellos decían- hacen parte del sistema de poder y de explotación, nada pueden y quieren hacer para realizar otro mundo, un mondo distinto de esto mundo de desigualdades y injusticias.

¿Es verdad? ¿No podemos hacer nada?



2. Para responder a estos interrogantes es indispensable clarificar que significa “leyy que significa ser juez” hoy.

En el estado de derecho de los siglos pasados, el derecho se reducía a la ley, medida exclusiva de todas las cosas. La ley no tenía límites o vínculos, ya que el legislador tenía el poder absoluto e ilimitado de hacer todo lo que quería a través de la ley.

Era la época en la cual -escribe Gustavo Zagrebelsky, presidente de la Corte constitucional de Italia[4]-exclusivo <señor del derecho era el legislador y esos elementos que componen el derecho se encontraban todos reunidos en él, en la ley”. En aquella época, según la concepción positivista, se podía teorizar que la labor del juez, depositario de conocimientos técnico-jurídicos validos en cuanto tales, se reducía a un mecanismo lógico sin discrecionalidad y “se agotaba en el mero servicio al legislador y a su voluntad, es decir, en ser expresión del ‘verdadero’ significado contenido en las formula utilizadas por el legislador>.

Hoy ya no es más así. En realidad, ha cambiado la función misma de la ley, que progresivamente ha perdido los caracteres de abstracción y de generalidad. Las leyes son aprobadas bajo la influencia de la más contrastantes exigencias, por parte de mayoría no homogéneas, que frecuentemente no toman una decisión, mediando solo aparentemente entre los distintos intereses en conflicto. La coherencia del ordenamiento es una mera aspiración, por efecto de la fragmentación social. La ausencia de puntos de referencias generales y de valores ampliamente compartidos hace difícil concebir diseños normativos orgánicos y sistemáticos. No se habla a caso de la “edad de la descodificación” para evidenciar esta objetiva dificultad.

Sobre todo el Estado constitucional de derecho ha sometido y subordinado la ley a la Constitución, ha cambiado la relación del juez con la ley y el sentido del principio liberal de la “sumisión del juez a la ley”. Hoy -escribe aún Zagrebelsky- <el legislador debe resignarse a ver sus leyes tratadas como ‘partes’ el derecho, no como ‘todo el derecho’>.

El Estado constitucional de derecho (el conjunto de limites y vínculos puestos al poder del legislador, es decir al poder de la mayoría) ha cambiado irreversiblemente tanto la relación juez/ley como la concepción de la democracia, de la cual son seguramente partes imprescindibles el consenso y la legitimación popular, pero son igualmente esenciales: la tutela de los derechos fundamentales humanos y de los ciudadanos como límites a la política y al poder de mayoría; la separación de los poderes, de los cuales ninguno (ni siquiera el legislativo) está por encima de otros; la garantía de los derechos y la interpretación de las leyes, que corresponden a instituciones autónomas e independientes del circuito de la mayoría política.

Esto no implica que el poder patronal del legislador sea sustituido por el de los jueces. <Los jueces no son los señores del derecho en el mismo sentido en que lo era el legislador en el pasado siglo. Son más bien los garantes de la complejidad estructural del derecho en el Estado constitucional, es decir, los garantes de la necesaria y dúctil coexistencia entre ley, derecho y justicia. Es más, podríamos afirmar como conclusión que entre Estado constitucional y cualquier “señor del derecho” hay una radical incompatibilidad. El derecho no es un objeto propiedad de uno, sino que debe ser objeto del cuidado de todos>.

A éste hay que añadir el carácter internacionalmente abierto de las sociedades y de los Estados contemporáneos, marcados por la comparecencia de diferentes centros de poder y por un sistema institucional policéntrico; insertos por una parte en una estructura supranacional y, por la otra, organizados al interior sobre la base de las autonomía y de la descentralización. El ordenamiento jurídico se presenta así como un universo formado por fuentes múltiples, a veces incoherentes, y con diferentes grados de fuerza imperativa.

El mismo monopolio estatal de producción del derecho está en crisis. Todo país forma ya parte de un sistema jurídico internacional fundado sobre la Carta de las Naciones Unidas y sobre Declaraciones, Convenciones y Tratados progresivamente aprobados y firmados, a pesar de que los derechos que estos documentos proclaman continúan siendo cotidianamente violados por el ejercicio de poderes, públicos y privados

La adhesión a las Naciones Unidas y la consiguiente aceptación de su Estatuto y de la Declaración Universal y la adhesión a las varias sucesivas Convenciones (con sus aparatos sancionadores progresivamente crecientes, aunque todavía débiles y a veces contradictorios) introduce a cada Estado en un sistema general de derecho, que constituye ahora el núcleo fuerte de una Constitución internacionalmente vinculante, más bien una super-Constitución (una “Magna Charta” progresivamente in fieri) que vincula, limita y relativiza la soberanía del Estado nacional, ya que los derechos están atribuidos no más al ciudadano, sino a cada mujer y a cada hombre, cuya dignidad como persona non puede depender por vivir en un régimen político o en otro (Argentina o Italia, Estados Unidos o Iraqí).

Los Estados adherentes, en efecto casi todos los Estados del mundo, están así vinculados entre sí y con la comunidad internacional para aceptar la existencia de límites a la propia soberanía, reconociendo no tener más el poder de disponer de los ámbitos vitales de las persona, que son titulares de los derechos fundamentales que ningún Estado puede oprimir sin cometer actos ilícitos, en el plano interno y en el plano internacional.

Los derechos siguen creciendo y expandiéndose como el universo. Nacen y se desarrollan progresivamente, tienen un fundamento histórico: emergen de las luchas de los hombres y de las mujeres para la propia emancipación y para la transformación de las condiciones de vida; derivan de las necesidades y de las exigencias que llegan a ser impelentes.

Se afirman ante de todo los derechos civiles individuales y las libertades (religiosa, civil, etc.) es decir, aquellos que limitan los poderes del Estado (y antes aún de la Iglesia) y reservan al individuo una esfera de libertad de conciencia, pensamiento y conducta (derechos de). Con los sucesivos derechos políticos, la libertad comienza a ser concebida no más negativamente, más bien positivamente como autonomía y participación al poder político (libertad en el Estado).

Siguieron los derechos de la “segunda generación”, los derechos sociales (derecho a comer, a la salud, a la vivienda, a la instrucción, al trabajo con dignidad y seguridad, a la justa retribución...), que pueden ser actuados sólo si otros están obligados a prestaciones positivas (libertades a través del Estado; derechos a algo).

En los últimos decenios, se han delineado los derechos de la “tercera generación”, los derechos de solidaridad: el derecho al desarrollo, a la paz, al ambiente no contaminado, al patrimonio común de la humanidad, a la cualidad de la vida, a la comunicación y a la libertad informática...

Se empieza ya a delinear también los derechos de la “cuarta generación”, con referencia a los efectos de la investigación biológica con posibilidad de manipulación del patrimonio genético de cada uno de los individuos y al derecho de las generaciones futuras, cuya supervivencia esta amenazada por el modelo de desarrollo predatorio de los países llamados de “desarrollo avanzado”.

No todas las Constituciones reconocen todos los mismos derechos ni cada Constitución contiene un mecanismo di adecuación automática del derecho interior a las Convenciones y Tratados internacionales, como hacen la Constitución de la Republica argentina, la de Costa Rica, otras Constituciones de Latina América y algunas europeas. Ni todas las Cortes y los Tribunales constitucionales afirman, como hizo la Sala constitucional de la Corte Suprema de Costa Rica (n. 3435/1992), que las Cartas de derechos humanos tienen no sólo valore análogo a lo de la Constitución de la Republica, sino prevalecen sobre la misma Constitución, en la medida en que configuran mayores derechos o garantías.

Sin embargo, casi todas las más recientes Constituciones contienen normas de referencia (aunque no así claras como el Art. 10 de la Constitución de España y el Art. 17 de la Constitución portuguesa) a las Convenciones y al derecho internacional fundado sobre el sistema de las Naciones Unidas, que de los derechos humanos hace el centro y el fin de su propia actividad. [5]

Como juristas no podemos ciertamente ignorar las cuestiones técnicas que a veces conllevan reconocer la naturaleza de normas jurídicas a tales actas internacionales y los problemas relativos a la integrabilidad entre derecho interior y derecho internacional. Pero los derechos internacionalmente reconocidos -aun cuando no tienen inmediato vigor para el interior de los países- seguramente pueden valer como criterios de interpretación para extender el catalogo de los derechos del régimen jurídico interno. Catálogo que la historia, la razón, la lógica jurídica quieren "abierto" y progresivamente en expansión.

Obviamente no podemos olvidar -si cumplimos el “saludable ejercicio” de leer las declaraciones de los derechos “y después mirar en torno”, como sabiamente solicitaba Norberto Bobbio[6]- que el nivel de ineficacia, en el cual subsisten tantas afirmaciones, resulta amplio y conocido, no solamente para el Sur del mundo, también para muchos ancianos, mujeres y niños de los alrededores del opulento occidente.

Se pretende la mercantilización del mundo, se quiere reducir el mundo a mercado, el lo que todo pueda comprase y venderse. Tenemos que reafirmar que el mundo no es toda mercancía y que no todo está en venta: lo esencial (agua, alimentación, libertades, igualdad, derechos humanos) no tiene precio y, por lo tanto, hay que permanecer fuera del mercado.

La distancia entre realidad fáctica y ordenamiento se hace tanto más grande como más crece la globalización económica salvaje, que está expandiéndose en el planeta, buscando neutralizar el control jurídico de los Estados nacionales, sin que las instituciones supranacionales e internacionales logren todavía hacer efectivo su papel de control, de guía o al menos de orientación de la economía, dominada hoy por organizaciones empresariales multinacionales que tienen como exclusiva finalidad de aumentar sus beneficios.

Pero ésto, por un lado, no implica en absoluto la inutilidad de las declaraciones, que de cualquier modo constituyen un factor de legitimación política y jurídica para quien reclama los propios derechos y de consecuente un factor de deslegitimación para quien pretende ejercitar el poder de la fuerza o del hecho consumado contra los derechos ajenos; por el otro lado, lejos de ser motivo de resignación o coartada a la impotencia, debe impulsar a duplicar el compromiso y la lucha por la efectividad del derecho y de los derechos de toda mujer y de todo hombre.

Es preciso insertar en la agenda la elaboración y la complementación de políticas y de acciones capaces de hacer efectivos los derechos que, en las Cartas, competen a todos los habitantes del planeta y la construcción de sólidas instituciones idóneas para desarrollar esa obra de promoción y de tutela de libertad y de igualdad sustancial, prometidas por las más avanzadas Cartas constitucionales y internacionales.

Si los capitales financieros y las riquezas de pocos se mueven por los mercados internacionales y manejan la globalización de la economía mundial, los derechos no pueden permanecer como privilegios confinados en el ámbito nacional, corriendo el riesgo de encerrarse cada vez más en espacios siempre más reducidos, protegidos por murallas reales o metafóricas para excluir al resto del mundo. La intolerancia y el engaño de tal perspectiva (operada por algunos en Israel, en los Estados Unidos y en Europa) nos impone renovar los compromisos y los esfuerzos para difundir la cultura de los derechos humanos y construir, a nivel nacional, internacional y supranacional, instituciones creíbles, fuertes y capaces de garantizar la efectividad y concreción de los derechos.

En Europa incluimos en tal objetivo no solamente la profunda reforma del sistema de las Naciones Unidas y el relanzamiento del derecho internacional y de los derechos humanos y de los pueblos como límites al poder de cada Estado puesto en discusión por la teoría y la práctica de la guerra preventiva de Bush, sino también la elaboración y aprobación de una verdadera Constitución “supranacional” europea, que le permita a Europa llegar a ser el punto de referencia de paz y de justicia en el mundo, lugar de derechos y de garantías no sólo para los ciudadanos de los Estados miembros, sino para toda persona que resida en su territorio.



3. La creciente complejidad del ordenamiento, la pluralidad de las fuentes y la crisis progresiva de la soberanía del Estado nacional, la fragmentación social que produce la legislación sectorial y a veces contradictoria, asignan hoy al juez una tarea complicada y difícil: la de la reconstrucción del sistema jurídico, la recepción de las demandas y exigencias provenientes de la sociedad y de la ciudadanía, además de la verificación de su tutela y actuación. Una operación muy compleja en la cual no faltan elementos de creatividad, en el sentido de un trabajo capaz de extraer del ordenamiento, de sus principios y de la red de normas y disposiciones, los datos institucionales necesarios para enfrentar situaciones y problemas inéditos.

En el Estado contemporáneo, para reducir la no efectividad de muchos derechos y la distancia entre realidad y ordenamiento, a la jurisdicción corresponde, por lo tanto, un papel mucho más complejo que la simple resolución de los conflictos: finalidad de la jurisdicción es garantizar (promover y reestablecer) la legalidad, en el sentido de una legalidad cuyo fundamento está centrado en la Constitución (relacionada al sistema internacional de derechos humanos), metro y medida de validez de todo el ordenamiento.

Papel de la magistratura es, así pues, garantizar los espacios de libertad y de nueva legalidad, conforme a los derechos humanos, que la dinámica social busca alcanzar. El juez, como garante de esta legalidad, concurre al cumplimento de las finalidades constitucionales, es decir concurre a realizar la efectividad de los derechos fundamentales, cuyo núcleo esencial puede y debe ser garantizado aunque en la inercia del legislador o contra su voluntad.

De esta manera -quisiéramos decir non solo a los juristas y jueces conservadores, sino sobre todo a los jóvenes y los trabajadores de plaza de Mayo- que la actividad jurisdiccional tiene una irreducible e intrínseca valencia y validez política, en el sentido de política constitucional. Lo que hace de la función judicial un elemento fundamental de propulsión del ordenamiento hacia la adecuación a los fines constitucionales y condena al fracaso las aspiraciones y los tentativos de poner a los jueces fuera de la historia y de la sociedad.

El papel del juez en este contexto es de enorme relevancia sea en la tutela y actuación de los derechos fundamentales (a través, por ejemplo, el juicio de amparo), sea  en la vigilancia que la legislación ordinaria se conforme a la Constitución.

Dentro del global sistema de justicia, esencial se manifiesta la vinculación entre jurisdicción y control de constitucionalidad de las leyes. A este respecto, el juez no sólo puede, sino que tiene el deber, en algunos ordenamientos de no aplicar directamente la ley inconstitucional, en otros de activar el control de constitucionalidad sobre la ley (por parte de los Tribunales constitucionales), antes de aplicarla, cuando duda de su constitucionalidad. Y es que, en efecto, la del juez es si sujeción exclusivamente a la ley, pero a la ley constitucionalmente válida: la suya es fidelidad a la Constitución, no a la voluntad de las mayorías parlamentarias.

El poder-deber, antes de la aplicación, de verificar la conformidad de la ley a la Constitución o de activar el control de constitucionalidad ha hecho del juez, de cada juez, ya no un aplicador pasivo de un mandato legislativo como dato incontestable y único punto de referencia (como pasaba en el estado de derecho antes de las constituciones rígidas), sino el atento verificador de la ausencia de dudas de constitucionalidad: el juez se ha convertido en el primer crítico de la ley y la jurisdicción -come escribió Giuseppe Borrè, un insigne juez italiano- en el "lugar privilegiado de resistencia a las violaciones de la Constitución".

No es el caso que, en muchos países de América Latina y de Europa, fuertes son las polémicas de los políticos contra los magistrados, no solamente por las investigaciones en materia la corrupción política y administrativa, sino también por el papel de garantía de los derechos desempeñado de la jurisdicción ordinaria y de la jurisdicción constitucional.

En este último período, exponentes políticos de primer plano han atacado muchas veces no sólo a los magistrados, sino también a las Cortes constitucionales, acusándoles de injerencia en la actividad política por haber afirmado la primacía de la Constitución y los derechos humanos respecto a las directrices legislativas mayoritarias.

Es lo que ocurrió, en la primavera pasada, en El Salvador, cuando la Sala constitucional de la Corte Suprema pronunció (el día 1 de abril 2004) la inconstitucionalidad de le ley llamada “anti maras”, que el gobierno y la mayoría parlamentaria habían aprobado (decreto legislativo n. 158 del 9 de octubre 2003) para realizar tolerancia cero y mano dura en contra a los menores “delincuentes”.

Es lo mismo que pasó en Ecuador, cuando el Tribunal constitucional (en el caso n. 001/2004-DI del 8 de junio de 2004) pronunció, por violación de derechos humanos, la inconstitucionalidad del Art. 255 del Código de Procedimiento Penal que impedía a los jueces de manifestar opiniones públicamente, aun sobre la ilegitimidad de una ley.

Continuos y conocidos en el mundo son los ataques del gobierno y de la mayoría parlamentaria de Italia no solamente en contra a los magistrados que investigan los políticos por corrupción, sino en contra a la Corte constitucional que, recién, ha afirmado la inconstitucionalidad de una ley en materia de inmigración, que  viola los derechos primarios de personas que salgan de países africanos hacia la rica Europa no por invadirla (como dicen, con comicidad involuntaria, algunos exponentes la de la actual mayoría política), sino con la esperanza de encontrar posibilidad de comer, de trabajar, de vivir y que una ley bárbara permitía expulsar sin algún control del juez.

No quiero olvidar la sentencia de la Corte constitucional de Israel que ha pronunciado la ilegitimidad de la manera en que el gobierno Sharon está construyendo el muro para realizar el gueto en el cual cerrar los palestinos. Finalmente quiero recordar la Corte Suprema de los Estados Unidos que, en el mes de junio pasado, [7] ha afirmado los derechos de los presos de Guantánamo contra la ley de la administración Bush, que viola no solamente el derecho internacional y el derecho interno, sino también la elemental dignidad del ser humano.

Hablando del papel desempeñado de la jurisdicción en muchos países, permitidme, en nombre de todos los extranjeros que tienen el honor de participar a esto evento en esto país, de hacer un homenaje a la parte de la magistratura argentina por el papel que, con coraje y valeroso compromiso, está desempeñando para contribuir a la reconstrucción de un verdadero estado constitucional de derecho después la tragedia de la dictadura y el fracaso de la tentativa de imponer a Argentina un desarrollo de liberalismo salvaje, en ámbito económico y jurídico, sin consideración por el sufrimiento de los mas débiles.



4. No pretendo inmiscuirme en problemas internos de Argentina, pero puedo hablar de Italia. El caso italiano, en lo bueno y en lo malo, resulta expresivo de tendencias comunes a muchas sociedades y democracias europeas y quizás puede permitir reflexiones de carácter más general, más allá de las contingencias cotidianas. Fijar la atención sobre la superficie de los acontecimientos impide captar las tendencias de fondo y las cuestiones de "larga duración", como dicen los historiadores.

Este testimonio sobre la experiencia italiana puede ser útil a los magistrados de Argentina y de América Latina, subrayando ante que nada que el fortalecimiento de la confianza de la ciudadanía en la magistratura se ha producido sobre todo a partir del momento en que ella comenzó a echar luz sobre la ilegalidad de los poderes que progresivamente han corroído la democracia: la actividad de los magistrados ha permitido demostrar que parte de la actividad política y económica se basaba en prácticas ilícitas.

Las consecuencias de las investigaciones y de tantos procesos, concluidos con condenas, han producidos efectos en el sistema político por la expulsión de algunos políticos que durante los últimos decenios han tenido posiciones de dominio. Pero no ha sido, como alguien pretende, una ingerencia política de la magistratura, sino un (parcial) restablecimiento del derecho y de los principios de legalidad y de igualdad de todos los ciudadanos, sin zonas francas para quien se encuentre investido de delicadas funciones económicas, políticas o institucionales (empresarios, parlamentarios, gobernantes).

Obviamente, los políticos implicados han reaccionado atacando a los jueces, acusándoles de complot y conspiración política contra los representantes del pueblo. Tal reacción no constituye una novedad. Casi veinte años hace, el relator especial Singhvi, un antecesor de Leandro Despouy, encargado por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de una investigación sobre la independencia de la magistratura, es su relación (julio 1985) escribía: “cualquier cosa hagan o no hagan los jueces, la cuestión de la politización del cuerpo judicial constituiría siempre objeto de debate, porque los jueces no trabajan en el vació. Se podrá siempre reforzar el carácter profesional del cuerpo judicial y atenuar su politicidad, modificando método y forma de reclutamiento. ... Pero non por esto ese será menos llamado, hoy día, a decidir cuestiones de naturaleza política, cuestiones que tendrán consecuencias políticas y que lo colocaran inevitablemente en el campo de la batalla política”.

La reafirmación del valor de la ley igual para todos, incluidos los poderosos, es esencial en países en los cuales la corrupción y la impunidad se habían convertido en modalidades ordinarias y estructurales del ejercicio del poder. La concreta demostración de que la ley puede ser igual para todos, es el elemento que más puede acercar la magistratura a los ciudadanos y que puede determinar el redescubrimiento del valor social de la legalidad como componente imprescindible de la democracia.

La de la magistratura (en Italia como en Argentina y en otros países) es una labor de restablecimiento de la legalidad para sacar a la luz el nivel difuso de corrupción y las tramas formadas por las relaciones de negocios que violan las reglas de la competición política, de la concurrencia económica y de la corrección administrativa.

Estas son las tareas de la jurisdicción en el Estado constitucional de derecho: garantizar los derechos de los ciudadanos, controlar la legalidad del ejercicio de todo poder, fuera de cualquier consideración de oportunidad y de conveniencia política o económica.

Sin embargo, es preciso ser conscientes de que una democracia que se encomienda solamente a la represión penal para sanear la política y la sociedad es una democracia sin esperanza. El ejercicio de la jurisdicción penal, necesario con toda seguridad, no basta para hacer salir a la democracia de las dificultades en que se encuentra.

El restablecimiento del Estado de derecho, a comenzar por el respeto del código penal por parte de quienes tienen cargos públicos o relevante poder económico, constituye solamente la premisa de una recuperación de la vida democrática, que halla en la observancia de los principios de legalidad y de igualdad el fundamento de su reconstrucción.

Obviamente puede pasar que algún magistrado se sienta investido de una misión salvadora de la sociedad. Es preciso reafirmar que la cultura de la jurisdicción rechaza -y los magistrados deben rechazar- cualquier concepción inaceptable e ilusoria de vía judicial al saneamiento moral y político. Estas deben producirse en el terreno propio del encuentro político y de las dinámicas sociales, a partir del relanzamiento de una ética civil en la vida pública y de la restauración de la responsabilidad política como autónoma de la responsabilidad penal.

Sin embargo, la averiguación de la verdad, en cualquier dirección, por perturbadora que pueda ser, es condición previa para devolver a los ciudadanos la confianza en las instituciones y en el Estado democrático de derecho.

Es lo que pasó en Italia y en otros países de Europa y que, yo creo, está pasando en Argentina y en otros países de América Latina.



5. Cuanto anteriormente he escribido evidencia que no sólo -como es conocido- el constitucionalismo contemporáneo, bien en la peculiaridad de cada país, manifiesta tendencias unitarias en materia de derechos humanos y control del ejercicio de los poderes, sino que el papel de la jurisdicción va desarrollándose en manera sustancialmente análoga en cada país y no debe maravillar que análoga es la contestación di quienes se alarman por los crecientes limites que el derecho y la jurisdicción ponen a los poderes.

No estamos proponiendo o exaltando la “via judicial” a la actuación de la democracia. Tememos plena conciencia de los limites del derecho y de la jurisdicción ni queremos agotar en la jurisdicción nuestras ganas de democracia. Sabemos que derecho y jurisdicción no producen, no pueden producir, directamente cambio político. Sin embargo ellos tienen un relevante papel, una intrínseca politicidad.

El derecho consagra y conserva el fruto de las luchas, las conquistas, los “compromisos” (y ante que nada el compromiso básico, la Constitución,  que  funda y constituye el ordenamiento) progresivamente alcanzados del conflicto y de las dinámicas sociales. Corresponde a la jurisdicción y al juez garantizar efectividad al nivel de los equilibrios normativos logrados y evitar la oculta elusión de ellos, que siempre colocan en riesgo a los sujetos más débiles.

Papel de la magistratura es, así pues, garantizar los espacios de libertades y de derechos que la dinámica social busca alcanzar en la aprobación de Cartas de derechos.

Corresponde al saber del jurista y al papel del juez no solo revelar las premisas y los contenidos del dato normativo, sino también desarrollar todas la implicaciones de ellos legitimadas por un correcta interpretación, orientada por los valores y los principios de la Constitución y de las cartas internacionales de derechos.

Obviamente en esta materia rige el principio de la interpretación más favorable al ejercicio de los derechos, el de la interpretación pro homine (es preciso interpretar los derechos en la manera más favorable al ser humano) y el de la interpretación pro libertate (es preciso interpretar los derechos humanos en la manera más ancha posible).

De verdad, los derechos humanos constituyen elementos estructurales del ordenamiento y valores fundamentales del mismo estado constitucional de derecho. Por lo tanto, hay que interpretar el entero ordenamiento jurídico a la luz de los derechos humanos. Como afirmó el Tribunal constitucional de España (sent. n. 17/1985), toda la legislación ordinaria tiene que ser interpretada en la manera más favorable para la efectividad de los derechos fundamentales.

En esto marco, el papel general de garantía de la jurisdicción implica múltiples funciones: una función de garantía-barrera, a fin de que ningún poder invada ámbitos vitales de la persona (es decir sus derechos fundamentales): en el estado liberal eran la vida y la libertad; en el estado social son también la salud, el trabajo, la instrucción, la vivienda, la información, el medio ambiente... (se podría decir el conjunto de los derecho sociales).

En secundo lugar, una función de garantía-control para controlar que el concreto ejercicio de los poderes, públicos y privados, se desempeñe en las condiciones prevista por la ley.

En fin, una función de garantía-promoción, de reconocimiento y enriquecimiento progresivo del catalogo de los derechos y, sobre todo, de actuación de ellos.



6. Para desempeñar estas tareas, necesitan instituciones capaces de hablar directamente a las mujeres y a los hombres y de recibir necesidades, aspiraciones, estímulos, instancias, individuales y colectivos, capaces de utilizar los empujes de la sociedad como fuerzas de cambio y de innovación; una institucionalidad que no encierre como una jaula los sujetos y los movimientos sociales, sino que sepa respectar la autonomía, estimular el desarrollo, fomentar el protagonismo de ellos, al fin de que el conjunto de ellos y sus dinámicas puedan restituir sentido a la vida de todos, hagan hallar una nueva dirección de libre camino colectivo para superar cada egoísmo particular o corporativo, según los principios de libertad, solidaridad y igualdad, con respeto de las diferencias individuales y colectivas y de igual dignidad de las mujeres y los hombres y de los pueblos.

Es menester asumir las mujeres y los hombres come protagonistas y primeros intérpretes de la realización de su derechos y saber escuchar la voz de ellos, en el ofrecer a ellos representatividad política, viabilidad institucional, accesibilidad a la jurisdicción.

Una tal estrategia implica no sólo una nueva calidad de la representación política (lo que corresponde a los políticos), sino una nueva calidad de la dimensión jurídica y de los derechos de las personas (lo que corresponde a los juristas y a los jueces).

Ésta de ningún modo es una perspectiva minimalista: garantizar derechos a personas, movimientos, asociaciones quiere decir reconocer y asegurar identidades y subjetividades individuales y colectivas, y también ofrecer instrumentos de actividad protagónica a los “gobernados” para romper la jaula de la política como espacio exclusivo de los “gobernantes”.

Una estrategia para los derechos humanos significa la más radical reforma de transformación de la sociedad y de las instituciones.

Reconocer y garantizar “derechos” significa incidir concretamente sobre la organización de los poderes, impedir la concentración y el abuso de estos, y hacer efectiva una distribución racional de la autoridad.

Para citar algunos ejemplos, el derecho “efectivo” a la salud y al medio ambiente quiere decir deslegitimar la política de desarrollo del llamado “primero mundo”, que cotidianamente atenta e impide la posibilidad de desarrollo del Sur del mundo, e introducir límites a la libertad de explotación de los bienes colectivos, che pertenecen a las mujeres y los hombres del mundo y a la generaciones futuras, y no solo a quienes viven hoy a Nueva York, Londres, Madrid o Roma y pretenden no poner en discusión el modelo y el estilo de vida norte-americano o europeo.

Seguridad en el lugar de trabajo significa no aceptación de la monetización del riesgo de la vida y rechazo del poder de quien todo pretende comprar con su desmesurada posibilidad económica.

Actuar efectivamente el derecho a la información (en el ámbito político, administrativo, de la producción y calidad de los bienes, de la seguridad de los servicios, etc.) implica la ruptura de los muchos “secretos” que gravan sobre la democracia de nuestros países, contrasta la tendencia a la disimulación y la invisibilidad de los poderes, determina las condiciones necesarias para un eficaz control de ellos, antes de todo a nivel social.

Cada nuevo derecho proclamado y actuado implica anulación o fuerte limitación de un precedente poder.

La jurisdicción es el lugar de la garantía, del reconocimiento, de la promoción de los derechos humanos en frente a los poderes y a los poderosos. Mejor dicho, como escribe Luigi Ferrajoli, tales derechos pertenecen al “campo de los contra-poderes, o sea, de los instrumentos de tutela, de autonomía y de conflicto -individual o colectivo- atribuidos a los sujetos mas débiles y carentes de poder frente al juego, de otro modo libre y desfrenado, de los poderes públicos y privados y de las desigualdades que le son inherentes”.[8] Ellos constituyen “las leyes del más débil” contra los poderes del más fuerte y el rango constitucional de ellos “asegura la indisponibilidad y la inviolabilidad de aquellas expectativas vitales establecidas como derechos fundamentales poniéndoles a cubierto de las relaciones de fuerza el mercado y de la política[9]

Es ésta una concepción que pone al centro los sujetos, individuales y colectivos, titulares de los derechos, cuya primacía reconoce. Este es el sentido de la expresión: los jueces administran la justicia en nombre del pueblo. Con esto se quiere señalar, evidenciando la conexión con la fuente de la soberanía, que el juez es ante todo un instrumento de garantía de los derechos de los ciudadanos. Son los propios ciudadanos los primeros protagonistas de la tutela y vigilancia de los derechos, de modo que es en nombre de ellos, colectivamente considerados, como se administra justicia.

Las personas, las mujeres y los hombres reales, constituyen el recurso que tenemos que confiar para lanzar de nuevo la dimensión publica y la democracia. No es sólo una genérica esperanza, sino una realidad que necesitamos fomentar y sostener.

La asociaciones ambientalistas han obligado los Estados al acuerdo de Kyoto. La tenacidad y la determinación de las asociaciones no gubernamentales han sido determinantes para el nacimiento de la Corte penal internacional (que muchos Estados no querían y que los Estados Unidos contrastan todavía). El movimiento surgido a Seattle y fortalecido a Porto Alegre y a Bombay ha demostrado una remarcable capacidad de influenciar la opinión publica mundial y de constituir un idóneo respaldo a los países del Sur del mundo al fin de rechazar las imposiciones económicas de los países más poderosos.

Más en general, piénsese a la vitalidad y a la potencialidad de tantas asociaciones, movimientos, nueves redes de representación social que, sin ayuda por parte del sistema político-institucional, en muchos países están realizando un nuevo tejido de socialidad, de solidaridad, de derechos, un tejido complementario y, a veces, substitutivo de lo que los Estados no tienen más la capacidad de ofrecer.

No es ésta una indistinta y genérica invocación de buena voluntad, sino una solicitación a buscar y estipular una alianza cultural y social con todas las fuerzas che tienes interés al efectivo funcionamiento de la justicia. Necesita presionar sobre intereses concretos. El mafioso, el político corrupto, quien evade los impuestos o que lava y limpia dinero ilícito, el empresario que contamina al medio ambiente o que privatiza y explota el agua o que monetiza la salud y la seguridad de los trabajadores ... no tienen ningún interés a la eficacia y eficiencia de la justicia.

Pero, al contrario, hay el interés antagonista de tantas personas que no pueden beber agua limpia, que respiran aire contaminado, que pierden vida o salud cuando trabajan, que son victimas de prepotencia y de violencia.

Son muchísimos ciudadanos, la gran mayoría, compuesta de veces en veces di tantas minorías, que tienen legitimas pretensiones y derechos en frente a poderes más fuertes que ellos. En esta dimensión de “denegación de derechos”, no hay mecánica coincidencia entre mayoría de mujeres y de hombres y mayoría política, que puede, por conveniencia e oportunismo, coludír con (o tolerar) corrupción política, violencia criminal, explotación de territorio, destrucción de florestas, empresarios que contaminan el aire.

Por lo tanto, existe la posibilidad de realizar una alianza social y institucional de lucha democrática al fin de actuar efectivamente los derechos de las mujeres y des los hombres.

Esta posibilidad puede hacerse concreta y efectiva sólo si los ciudadanos viven la jurisdicción como “instrumento” para realizar sus propios derechos, como poder de los ciudadanos comunes, es decir de quienes no tienen otro poder si no la fuerza del derecho. Estos ciudadanos constituyen la mayoría de la sociedad y tienen interés no sólo ideal, sino concreto y material también, en el funcionamiento de la justicia, porque sólo en la fuerza el derecho y en la efectividad de la justicia pueden poner la esperanza para mejorar su vida.

Pero, hoy en día, permanece muy elevado el nivel de insatisfacción de la sociedad civil y de los ciudadanos respecto a la ineficiente organización judicial. Es una situación peligrosa sea para la actuación de los derechos sea para la independencia de los jueces, entre las cuales existe un imprescindible y estrecho enlace.

En efecto, la independencia no es un privilegio del magistrado, sino una garantía funcional a la tutela y la realización de los derechos de los ciudadanos.

A fin de que la independencia judicial quede como un pilar del Estado constitucional de derecho, no basta la solemne declaración de los documentos jurídicos: se necesita que la independencia sea sentida y advertida como un valor permanente por los ciudadanos.

Si la creciente presión del poder político y económico sobre la jurisdicción logra utilizar la insatisfacción de los ciudadanos respecto a la ineficiencia de la administración de la justicia, resultará muy difícil defender las garantías de independencia de los jueces.

Por lo tanto, la magistratura tiene que diseñar y ejecutar una estrategia para ampliar y profundizar el consenso de los ciudadanos, poniendo en el centro de su compromiso la realización de una efectiva justicia para el ciudadano.

En esto intercambio (compromiso de los magistrados para la realización de un servicio-justicia eficiente y capaz de actuar los derechos fundamentales – defensa de la independencia de la magistratura por parte de la ciudadanía y de la sociedad civil) puede individuarse el objeto de la alianza estratégica de lucha democrática para consolidar y fortalecer el Estado constitucional de derecho.



7 ¿Es un papel demasiado ambicioso y vinculante para los magistrados? ¿Se delinea el riesgo de un “gobierno de los jueces”? A estas preguntas la más eficaz replica ha sido dada no por un magistrado, sino por un político: “el gobierno de los jueces es un riesgo permanente, pero infinitamente menos de un gobierno sin jueces!”.[10]

Como contrapeso del fortalecimiento del poder judicial, se impone un gran compromiso de la magistratura para cumplir su papel constitucional y una plena toma de conciencia y de responsabilización de los magistrados frente al pueblo y a la sociedad civil: de manera que el control difundido impida a los jueces y al poder judicial de invadir competencias extrañas a las propias tareas.

Estamos conscientes que el derecho y las garantías jurídicas tienen limites de operatividad en la realidad fáctica, que desafían también la más avanzadas constituciones. La condiciones económicas de los países en desarrollo -a menudo obligados a la adopción de decisiones políticas en materia de ajuste económico y estructural por imposición de los organismos económicos y financiaros internacionales- frecuentemente no permiten la promoción y la tutela efectiva de los derechos sociales, cuya efectividad depende también del desarrollo de la sociedad.

Y sabemos bien que la prepotencia y la fuerza desmesurada (de sujetos privados y públicos, individuales y colectivos, políticos, militares o económicos, de las multinacionales  o de la potencia imperial) arriesga continuamente de paralizar o destruir la fuerza del derecho, fruto de la cultura y de la historia humana.

Pero este limite del derecho y de los instrumentos jurídicos no puede y no debe constituir una justificación (y tanto menos un pretexto) a la abdicación y la resignación de los juristas. Al contrario, deben representar un estímulo y un incentivo a multiplicar los compromisos –como magistrados, como juristas, como ciudadanos, como hombres y mujeres- hacia un mundo en el cual la libertad, la igualdad, la solidaridad sean no sólo proclamaciones de principios, sino realidades efectivas y concretas.



¿Otro mundo es posible?Sí , es posible -ha escribido Tierra Nueva, el periódico del Forum de Porto Alegre- “pero necesita mucho trabajo!”. Y mucha lucha. Lucha y trabajo nuestros también, contribución nuestra, la contribución de los juristas y de los jueces. Y para ofrecerla no es más necesario rechazar o contestar el papel del jurista o el juez. Al contrario, tenemos solamente que tomar en serio los derechos y el papel constitucional del juez y cumplir coherentemente nuestro desempeño.

Como decía Isaías Berlin, “Podemos hacer sólo aquello que podemos; pero esto debemos hacerlo, no obstante las dificultades”.



Buenos Aires, 30 de agosto 2004

Franco Ippólito



[1] Juez de la Corte Suprema de Cassazione - Italia

[2] PNUD - Informe sobre el desarrollo humano, v. en www.undp.org

[3] I. Ramonet, Globalización, disigualdades y resistencisa, en M. Monereo y M. Riera, Porto Alegre. Otro Mundo es posible, El Viejo Topo, España, 2001, p. 85.

[4] G. Zagrebelsky, El derecho dúctil, Trotta, Madrid, 1995, pp.131-153.

[5] Es quizás útil subrayar que la referencia es al sistema normativo de las Naciones Unidas, no a la Organización y, tanto menos, a la actividad del Consejo de Seguridad.



[6] N. Bobbio, L’ età dei diritti, Einaudi, Torino, 1990, p. 44.



[7] http://edition.cnn.com/LAW/

[8] L Ferrajoli, Derecho y razon. Teoria del garantismo penal,. Editorial Trotta, Madrid, 1995, p. 912.

[9] L. Ferrajoli, Diritti fondamentali, Ed. Laterza , Roma-Bari, 2001, p.339.

[10] M. Rocard, le Monde 25.11.1993.